miércoles, 19 de febrero de 2020
GANADERÍA.
Es irónico, pero en cierto modo previsible, que tras la Revolución Francesa el adalid de los nuevos tiempos acabase siendo Napoleón. Se comenzó cortando la cabeza a un rey y se terminó coronando a un emperador.
La mayoría de las revoluciones se hacen en nombre de la libertad, pero tras su triunfo casi siempre se acrecienta la tiranía.
El mito de la “voluntad popular” consagró la mentira de que todos mandaban. Y los que mandaban de verdad, siempre unos pocos, lo hicieran desde entonces con mayor impunidad. Como dijo Bertrand de Jouvenel, “la proclamación de la soberanía del pueblo no tuvo otro efecto que sustituir a un rey vivo por una reina ficticia: la voluntad general, por naturaleza siempre menor de edad y siempre incapaz de gobernar por ella misma.
El Estado benefactor empezó dando pan a los pobres y beneficiando a los buenos. ¡Cómo oponerse a ello! Pero era cuestión de tiempo que el mismo Estado se arrogarse el derecho de decidir quiénes eran los pobres, los buenos y, sobre todo, los malos.
Los gobernantes tomaron buena nota: defender la libertad e instaurar la servidumbre era más que tolerable si se hacía en nombre del pueblo.
Jesús Palomar.
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