En el libro Oligarquía y sumisión (Ediciones Encuentro), José Miguel Ortí Bordás se refiere muy acertadamente a la nueva forma de control social o dominación de las conciencias que ya no actúa, como en los totalitarismos clásicos, allanándolas y forzándolas, sino moldeándolas a su gusto, adaptándolas complacientemente a los paradigmas culturales y políticos vigentes, y reduciendo a los pueblos a la categoría de rebaños gustosamente esclavizados, corifeos de la corrección política y del pensamiento positivo, fundado sobre una antropología optimista (¡el hombre es buenecito y, a poco que lo dejen, irá perfeccionándose todavía más!).
Por supuesto, este control social se logra sin que nadie tenga la impresión de estar obedeciendo, sino abrazando libremente (¡con entusiasmo de lacayos fervorosos!) sus directrices. Y, una vez logrado el control completo, el discrepante será automáticamente visto como un desviado o un demente peligrosísimo.
Mucho más importante -nos recuerda Ortí Bordá- que alcanzar el poder político es conseguir el control social, pues de hecho el poder político no es más que el ejercicio efectivo de un control social previo, en el que las diversas oligarquías, con sus negociados de derecha e izquierda, pueden turnarse tranquilamente, admitiendo de vez en cuando nuevos socios en el reparto del pastel.
Por control social debemos entender los mecanismos sibilinos de psicología de masas que logran el sometimiento de las conciencias a los paradigmas culturales de cada época (llámense 'capitalismo financiero', 'derechos de bragueta', 'consumismo', 'ideología de género', etcétera), ante los que se allanan sin darse cuenta, con la misma naturalidad con que respiramos. La finalidad de este control social no es otra sino reforzar la tendencia a la conformidad y lograr que los comportamientos «desviados» sean automáticamente reprimidos por el propio cuerpo social, que hace sentir a quien osa comportarse o pensar de forma «desviada» como una suerte de apestado.
Para lograr el control social sobre los pueblos, previamente se destruyen las tradiciones culturales y religiosas que los vinculaban y hacían fuertes, hasta convertirlos en una mera agregación de átomos extraviados e individualistas (¡y con conexión a interné, oiga!); una vez rotos todos los vínculos, a esa agregación de átomos condenados a la intemperie espiritual se les da un catecismo gregario que endiose sus apetitos, al que gozosamente se adhieren mientras todos sus bienes materiales y espirituales son saqueados, de tal modo que «toda contradicción parezca irracional y toda oposición imposible», tal como establecía Herbert Marcuse en El hombre unidimensional.
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