Con el tiempo parecía que los alemanes se habían instalado en París definitivamente. Había banderas con cruces esvásticas por todos lados, hasta en el ayuntamiento. Los oficiales de la Wehrmacht paseaban por la ciudad vestidos de uniforme y con sus guías bajo el brazo, como si fueran turistas. Visitaban el Louvre, Notre Dame, el barrio Latino, subían a Montmartre a comer pastelillos o a fotografiarse junto al Sacré Coeur o se acercaban a Versalles de excursión. La gente acabó por acostumbrarse. Yo no, pero sí hubo quien terminó por habituarse. Supongo que es lo normal: la vida sigue, y nadie puede quedarse estancado, como si el tiempo se hubiera detenido.
Andrés Pérez Dominguez. El violinista de Mauthausen.
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