Artículo de Tolstói del año 1900.
Cuando se mata a los reyes, previo proceso, según ocurrió a Carlos I, Luis XVI o Maximiliano de México, o cuando sucumben en una revolución palatina como Pedro III, Pablo y buen número de shas, khanes y sultanes, se suele guardar silencio sobre estas ejecuciones. Pero cuando al asesinato de un monarca no precede ninguna formalidad judicial o revolución palatina, según vemos por el ejemplo de Enrique IV, Alejandro II, la emperatriz de Austria, el sha de Persia y, no hace mucho, el de Humberto, ese asesinato excita la indignación y el asombro de los reyes, los emperadores y sus satélites, de los que podría creerse que nunca han participado ni ordenado, ni se han aprovechado de ningún asesinato. Y, sin embargo, los mejores de ellos, como Alejandro II y Humberto, han cursado por una acción directa o han provocado con su complicidad la matanza de muchas decenas de millones de hombres que han caído en los campos de batalla, sin contar las víctimas de la maldad de la policía. En cuanto a los que fueron menos buenos, se cuentan por centenares de millares y por millones los asesinatos de que se han hecho culpables.
La doctrina cristiana abrogó la ley antigua: ojo por ojo, diente por diente. Y, sin embargo, los soberanos que han mantenido siempre esa ley y que no han cesado de aplicarla en numerosos casos, dejando subsistir los suplicios infligidos a los condenados y renovando las guerras, no solo aplican la ley del talión, sino que ordenan fríamente la matanza de millares de soldados enviándolos al combate, es decir, a la muerte.
Los reyes y los emperadores, si fuesen lógicos, debieran más bien asombrarse de la escasa frecuencia con que se cometen estos crímenes, después del continuo ejemplo con que se fusila a los regicidas.
Porque no hay que olvidar con cuánta facilidad se dejan hipnotizar los hombres. Aun cuando ven todo lo que pasa diariamente ante sus ojos, no comprenden el significado de las cosas. Ven la solicitud de los reyes, los emperadores y los presidentes de República por el ejército, ven las revistas, paradas, maniobras, de que los jefes de Estado se envanecen recíprocamente y con entusiasmo acuden a esas demostraciones militares, deseosos de observar cómo sus hermanos, vestidos con brillantes trajes, cubiertos de oropel, se transforman en autómatas marcando el paso al sonido de los clarines y los tambores, y haciendo todos, al mando de un oficial o un sargento, el mismo ademán, el mismo movimiento, y no comprenden lo que esto quiere decir.
Y no obstante es cosa sencilla y clara: todo ese aparato no es en el fondo más que el aprendizaje del asesinato, la educación y el perfeccionamiento de aquellos de quienes se ha hecho, mal de su grado, los instrumentos del crimen.
Se procura por estos medios embrutecer a los hombres para convertirlos en instrumentos de matanza. Y aquellos que se consagran a esa tarea y se glorían de ella son tan solo los reyes, los emperadores y los presidentes, que hacen del asesinato una ocupación y un oficio. Se los ve siempre revestidos de uniformes militares y llevando al lado el instrumento del asesinato, el sable. Pero si perece uno de los suyos, les oiréis al punto prorrumpir en quejas y gritos de indignación.
El asesinato de un rey, por ejemplo, Humberto, no es un acto de crueldad insoportable. Las medidas dispuestas por reyes y emperadores —en el pasado la matanza de San Bartolomé, las matanzas por motivos de religión, la represión de las insurrecciones de los campesinos, las matanzas de Versalles; y al presente los suplicios, la muerte en una cárcel solitaria o en las compañías de disciplina, la horca, la decapitación, los fusilamientos, las guerras sangrientas— son incomparablemente más malas que los asesinatos cometidos por los anarquistas.
Tampoco cabe decir que esos asesinatos son especialmente horribles porque carecen de justificación. Si Alejandro II y Humberto no merecían la muerte, menos la merecían los millares de seres que sucumbieron en el sitio de Plewna y los italianos muertos en Abisinia. Cierto que los atentados contra los soberanos son horribles; pero no por su crueldad ni por falta de motivo, sino por la locura de sus autores.
Suponiendo que los regicidas han cometido un crimen bajo la influencia ya de un sentimiento de indignación personal provocado por la miseria de un pueblo oprimido, miseria de la que aparecen responsables Alejandro, Carnot o Humberto, ya de un sentimiento personal de venganza, su acto, aunque criminal, es por lo menos explicable. Pero ¿cómo se concibe que una asociación de hombres —un grupo de anarquistas, como hoy se dice— se limite, después de haber asesinado a un Bresci, a amenazar a otro soberano y no puede encontrar nada mejor para mejorar la suerte de la humanidad que matar hombres, sobre todo cuando es tan inútil matar a esos hombres como era inútil cortar la cabeza de la hidra, puesto que al punto brotaba otra nueva? Hace mucho tiempo que reyes y emperadores hacen funcionar en beneficio propio un mecanismo semejante al del fusil de repetición; tan pronto como un cartucho salta, otro ocupa su sitio. ¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey! ¿De qué sirve matar a un rey?
Es preciso considerar las cosas superficialmente para creer que el asesinato de esos individuos puede servir para libertar a los pueblos y evitar en lo sucesivo toda guerra mortífera.
Recuérdese que hubo siempre opresiones y guerras bajo todos los jefes de Gobierno, fuesen los que fuesen, bajo Nicolás y bajo Alejandro, Federico y Guillermo, Napoleón, Luis, Balmerston, Gladstone, McKinley, etc. Así pues, esos hombres no son la causa de la opresión y las guerras que sufren los pueblos. La desgracia de los hombres no procede de la influencia particular de algunas personalidades aisladas, sino de la organización social que ata a los hombres unos a otros de tal modo que todos están a disposición de algunos o de uno solo, de individuos tan corrompidos por su dominación antinatural sobre el destino y la vida de millones de hombres que parecen enfermos y poseídos todos de la manía de las grandezas, verdadera locura que se disimula por su situación excepcional.
Esos hombres, desde la infancia hasta la muerte, están rodeados de un lujo insensato y viven en una atmósfera constante de mentira y servilismo. Toda su educación, toda su ocupación consiste solo en el estudio de los asesinatos cometidos en el pasado, de los instrumentos de muerte más seguros de que hoy disponemos, de los mejores medios de preparar las matanzas. Desde su infancia estudian el asesinato en sus mil diversas formas, llevan constantemente armas mortíferas, sables o espadas, visten uniformes de toda clase, organizan paradas, revistas, maniobras, se visitan mutuamente y se ofrecen condecoraciones y regimientos. Y sin embargo, nadie se atreve a calificar como es debido esos actos, nadie cree que es vergonzoso y criminal preparar asesinatos. Al contrario, no oyen en torno suyo más que excitaciones entusiásticas a perseverar en la obra emprendida. Cada vez que salen para una parada o una revista, la multitud les acoge con entusiasmo y los gritos que resuenan parecen expresar el contento de todo un pueblo. Los diarios que leen y en los que creen encontrar la opinión general, o por lo menos la de los hombres más notables, elogian servilmente sus palabras y sus actos, a despecho de la necedad y la malicia que unos y otros se contienen. Todas las personas que les rodean, hombres, mujeres, cortesanos y religiosos, sin preocuparse de su dignidad, rivalizan en lisonjas rebuscadas, les aplauden la frase menos digna, los engañan en todo y les impiden ver la realidad. Esos hombres, aunque vivan cien años, nunca verán un hombre libre y nunca oirán una palabra de verdad. A veces sus discursos y sus actos nos llenan de honor. Y, sin embargo, basta meditar en su situación para comprender que todo hombre en su lugar obrará lo mismo que ellos. En su lugar, un hombre razonable no podría hacer más que renunciar a la situación que ocupa. Queriendo mantenerse en ella se condenará al imitarles.
En efecto, ¿qué puede existir en la cabeza de un Guillermo —ese hombre torpe, poco instruido y además vanidoso, que por todo ideal tiene el de un sargento alemán—, desde el punto en que todas las majaderías y bajezas que salen de su boca suscitan poco entusiasmo y provocan, como si de cosa importantísima se tratase, los comentarios de la prensa universal? Dice que los soldados deben matar a sus propios padres por obedecerle, y se grita: ¡hurra! Dice que una mano de hierro debe ayudar al Evangelio a conquistar al mundo: ¡hurra! Dice que las tropas expedicionarias a China deben matar a los prisioneros, y no se le encierra en un manicomio, sino que se grita ¡hurra! y se va a China para cumplir sus órdenes. O bien se trata de un Nicolás, de más dulce carácter, y que inaugura su reinado declarando a honrados viejos deseosos de cuidar de sus propios asuntos, que la libertad es un sueño insensato; y los órganos de la prensa, los hombres que le rodean no le escatiman los elogios. Presenta un proyecto infantil, absurdo y engañoso de paz universal, al mismo tiempo que toma medidas para aumentar el efectivo de sus ejércitos, y se le elogia sin tasa por su prudencia y su virtud. Sin motivo alguno, vana e implacablemente, ofende y atormenta a todo un pueblo, a los finlandeses, y en torno suyo resuena un coro de alabanzas. Organiza por último la matanza de China, que por su injusticia subleva el ánimo, y que está en contradicción con el reciente proyecto de paz universal, y por todas artes se le prodigan elogios en que se celebran, a la vez que sus victorias militares, los resultados de la política por él iniciada.
Pregunto otra vez: ¿qué puede haber en la cabeza y el corazón de esos hombres?
Así pues, los verdaderos culpables de la opresión y la matanza de los pueblos no son los Alejandro, los Humberto, los Guillermo, los Nicolás y los Chamberlain, sino aquellos que los han colocado y los mantienen en esa situación de dueños absolutos de la vida de los hombres. Por eso es inútil matar a los Alejandros, a los Nicolás, a los Guillermos y a los Humbertos; lo que debe procurarse es que cese la organización social que los ha engendrado. Y lo que sostiene la actual organización social es el egoísmo y extravío de los hombres, que venden su libertad y su honor a cambio de mezquinos intereses materiales.
Los hombres que están en el primer peldaño de la escalera, merced por una parte a la locura de la educación patriótica y a la mentira religiosa, y por otra parte a los provechos personales que codician, lo sacrifican todo a favor de los que están encima de ellos, y que les prometen o proponen algunos beneficios. Lo mismo ocurre con aquellos que están un poco más arriba, y que hacen el propio sacrificio con idéntica esperanza. Y también siguen este ejemplo los que están aún más arriba.
Y así de grado en grado hasta aquellos o aquel que ocupa el vértice de la pirámide y que solo se aconseja con su amor del poder y su vanidad, y que depravados y embrutecidos por el poder sobre la vida y la muerte de los hombres, y por las lisonjas de su séquito, están convencidos de que obran en bien de la humanidad, siendo así que hacen el mal.
Los mismos pueblos, al sacrificar su dignidad a escasas ventajas, engendran a esos hombres que no pueden obrar más que del modo que lo hacen y contra los cuales se clama motejándoles de insensatos y crueles.
Matar a esos hombres es hacer como aquellos que, después de educar mal a los niños, los azotan.
Para que cesen las inicuas guerras y la opresión de los pueblos, para que nadie se subleve contra los que parecen culpables, para que no haya más regicidios, se puede aplicar un solo método, que es bien sencillo: que los hombres comprendan las cosas tales como son y las llamen por su verdadero nombre; que sepan que el ejército es en la actualidad el instrumento del asesinato colectivo llamado guerra, que el reclutamiento y la dirección de los ejércitos, del que tan altivamente se ocupan los reyes, emperadores y presidentes de república, no son más que preparativos de homicidio. Que cada rey, emperador o presidente se convenza de que su papel de organizador de los ejércitos no es ni honroso ni importante, como se lo dicen los aduladores, y que por el contrario es obra mala y vergonzosa como toda premeditación de asesinato.
No hay que matar en ningún caso a Alejandro, ni a Carnot, ni a Humberto, ni a los demás, sino unirse para hacerles compartir la opinión de que no tienen derecho a matar haciendo la guerra.
Si los hombres no toman ese partido es porque están hipnotizados, y porque el Gobierno, a fin de salvarse, los mantiene en ese estado.
Así que solo hay un medio para impedir a los hombres matar a los reyes o matarse entre sí en los campos de batalla, y consiste en despertarles de su letargo, de su estado hipnótico.
Eso es lo que yo trato de hacer con la publicación de estas líneas.
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