miércoles, 1 de mayo de 2013

ECOS DE SOCIEDAD.

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquélla venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío.

  Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes.  A nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.  Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían.  En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo.  Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más para la defensa de las inclemencias del cielo.   

Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia.  Aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían.  Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran  menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra, entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. 
   
Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos.  No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza.  La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen.  La ley del encaje aún no se había asentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar, ni quien fuese juzgado.  
 Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, solas y señeras, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento las menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad.   

Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta, porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste.  Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. 
   
Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el agasajo y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero.  Que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.
 
   Toda esta larga arenga, que se pudiera muy bien excusar, dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le trajeron a la memoria la edad dorada, y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. Sancho asimesmo callaba y comía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque, que, por que se enfriase el vino, le tenían colgado de un alcornoque. 

Arenga de Don Quijote a los cabreros.

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