Todos los conceptos y afirmaciones sobre los que no hemos reflexionado, y que aceptamos como si significasen algo simplemente porque parece que todo el mundo los entiende, son anteojeras.
Decir que la razón caracteriza a lo humano es una anteojera, y lo es porque nos deja ciegos frente a la emoción, que queda desvalorizada como algo animal o como algo que niega lo racional. Es decir, al declaramos seres racionales vivimos una cultura que desvaloriza las emociones, y no vemos el entrelazamiento cotidiano entre razón y emoción que constituye nuestro vivir humano, y no nos damos cuenta de que todo sistema racional tiene un fundamento emocional.
Las emociones no son lo que corrientemente llamamos sentimientos. Desde el punto de vista biológico lo que connotamos cuando hablamos de emociones son disposiciones corporales dinámicas que definen los distintos dominios de acción en que nos movemos. Cuando uno cambia de emoción, cambia de dominio de acción.
En verdad, todos sabemos esto en la praxis de la vida cotidiana, pero lo negamos, porque insistimos en que lo que define nuestras conductas como humanas es su ser racional. Al mismo tiempo, todos sabemos que cuando estamos en una cierta emoción hay cosas que podemos hacer y cosas que no podemos hacer, y que aceptamos como válidos ciertos argumentos que no aceptaríamos bajo otra emoción.
La sana competencia no existe. La competencia es un fenómeno cultural y humano y no constitutivo de lo biológico. Como fenómeno humano la competencia se constituye en la negación del otro.
Observen,por ejemplo, las emociones involucradas en las competencias deportivas. En ellas no existe la sana convivencia porque la victoria de uno surge de la derrota del otro, y lo grave es que, bajo el discurso que valora la competencia como un bien social, uno no ve la emoción que constituye la praxis del competir, y que es la que constituye las acciones que niegan al otro.
Extrañamente, el poder nace de la obediencia. Es la consecuencia de un acto de sumisión que depende de las decisiones y estructuras del que se somete.
Haciendo lo que pide aquel que se presenta como dictador, se le concede poder. Uno le da poder a otro ser humano para conservar algo – la vida, la libertad, la propiedad, el lugar de trabajo – que en caso contrario perdería.
Yo afirmo: El poder nace de la obediencia. Si un dictador o cualquier persona me apunta con su fusil y me quiere obligar a ejecutar cierto acto, soy yo quien tiene que decidir: ¿Quiero darle poder a esa persona? Quizás sea útil cumplir durante algún tiempo sus exigencias, para después vencerlo en un momento propicio.
La emoción fundamental que hace posible la historia de hominización es el amor. Sé que puede resultar chocante lo que digo, pero, insisto, es el amor.
No estoy hablando desde el cristianismo. Si ustedes me perdonan, diré que, desgraciadamente, la palabra amor ha sido desvirtuada, y que se ha desvitalizado la emoción que connota de tanto decir que el amor es algo especial y difícil. El amor es constitutivo de la vida humana pero no es nada especial.
El amor es el fundamento de lo social pero no toda convivencia es social. El amor es la emoción que constituye el dominio de conductas donde se da la operacionalidad de la aceptación del otro como un legitimo otro en la convivencia, y es ese modo de convivencia lo que connotamos cuando hablamos de lo social. Por esto digo que el amor es la emoción que funda lo social; sin aceptación del otro en la convivencia no hay fenómeno social.
En otras palabras digo que sólo son sociales las relaciones que se fundan en la aceptación del otro como un legitimo otro en la convivencia, y que tal aceptación es lo que constituye una conducta de respeto.
Humberto Maturana.
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