Según piensan los señores,
no tengo donde cogerme:
si a mí me matan es paz,
pero es guerra el defenderme.
Alfonso Sastre.
La guerra es mala para ti, es mala para los obreros. Podéis
perderlo todo y nada podéis ganar en ese juego. Ni siquiera la
gloria es para vosotros, que se reserva a los grandes generales y
mariscales de campo.
¿Qué consigues tú en la guerra? Estás asqueroso, te disparan, te gasean, te mutilan o te matan. Esto es lo que sacan de la
guerra los trabajadores de cualquier país.
Alexander Berkman.
Inmediatamente se da la orden de ‘¡Fuego!’ y se disparan
mutuamente matándose. En lugar de sesenta artesanos dinámicos y útiles, el mundo tiene los esqueletos de sesenta cadáveres, que es preciso enterrar, para después llorarlos. ¿Existía una disputa entre estos hombres? Por más ocupado que está el diablo, no tenían ninguna. Ellos vivían distantes, apartados,eran totalmente extraños, y no sólo eso, incluso en un universo tan amplio, existía, de modo inconsciente, a través del comercio una cierta ayuda mutua entre ellos. ¿Qué ocurrió entonces?. ¡No seas inocente! Sus gobiernos se habrán enfrentado y en lugar de dispararse mutuamente, tuvieron la astucia de hacer que estos desgraciados zoquetes se dispararan los unos sobres los otros.
Alexander Berkman.
Cannas fue la peor matanza de la Antigüedad. Es evidente que las cifras de muertos de otras batallas están exageradas. A menudo, cuando un autor antiguo nos habla de veinticinco mil fallecidos hay que pensar más bien en veinticinco mil bajas, incluyendo heridos y soldados que huyen y no regresan a sus unidades.
Pero en Cannas fue distinto. A lo largo de la historia, los combatientes siempre han tendido a minimizar sus bajas y acrecentar las del contrario. Aquí son los propios romanos quienes nos hablan de la debacle sufrida por los suyos, y reconocen —otra rara circunstancia— que les sucedió hallándose en clara superioridad numérica.
Además, los datos que añaden sobre estas bajas son muy concretos, y muchos de los muertos tienen nombres y apellidos. Allí cayeron el cónsul Paulo, Gémino, cónsul del año anterior, y Minucio Rufo, que había sido lugarteniente del dictador Fabio Máximo. También perdieron la vida Atilio y Furio Bibulco, los dos cuestores que ejercían como ayudantes de los cónsules. Veintinueve de los cuarenta y ocho tribunos militares perecieron, y si no cayeron más fue porque muchos luchaban a caballo y lograron huir. De los inscritos en las listas del senado, murieron ochenta personas.
En suma, la carnicería fue tal que los historiadores la comparan con batallas del siglo XX como las del Somme o Verdún, con la diferencia de que en éstas las bajas se produjeron en frentes de decenas de kilómetros, mientras que aquí la matanza se concentró en un espacio que, con la presión final, no debía abarcar mucho más de un kilómetro cuadrado.
Los autores antiguos añaden ciertos detalles truculentos. Algunos muertos aparecieron con las cabezas enterradas en hoyos que ellos mismos habían excavado en el suelo. Pero lo que más horrorizó a los soldados que revolvían en las pilas de cadáveres fue encontrar a uno de los suyos, un númida que todavía respiraba bajo el cuerpo de un romano. Le faltaban las orejas y la nariz: el romano, antes de expirar, se las había arrancado a bocados.
En la guerra hay épica, pero esta épica siempre esconde su reverso tenebroso. Al pensar en esos miles de hombres, la mayoría jóvenes, saliendo de Roma con paso marcial, con sus armas brillantes y sus ropas limpias, despidiéndose de sus madres, sus mujeres y sus hijos, e imaginarlos luego cubiertos de sangre, polvo y moscas, fundidos en el anonimato de la muerte, dan ganas de llorar.
Javier Negrete.
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