jueves, 20 de junio de 2019

ANCESTROS.


En 1999, su libro 'Los nombres de Europa' causó una conmoción entre filólogos e historiadores al defender que la toponimia europea, lejos de ser producto del capricho o del azar, era el resultado de un sistema primigenio de ordenación perdido en el tiempo que nos hablaba de una antiquísima unidad de los pueblos europeos. ¿Cómo llegó a aquellas conclusiones?

Alberto Porlán.- Quince años antes, había topado con un fenómeno que contradice la convención general sobre la toponimia europea. O sea, que los nombres de lugar son descriptivos y están repartidos aleatoriamente. Sucede que junto a nombres similares como Barcelona-Barcelonne, Zaragoza-Saragosse o Logroño-Lacoruña-Locarno-Luzerna, separados por grandes distancias, aparecen otros nombres similares a su vez entre sí. Las probabilidades de que esto se deba a la casualidad son exiguas. Y se reducen exponencialmente con cada nuevo caso. 

En cuanto a esa conmoción a que se refiere tras la aparición de mi libro en España, yo la llamaría más bien perplejidad.

Citaba muchos ejemplos en aquel libro.

A. P.- Sí, citaba varios miles de casos y todos son efecto de la misma causa. Si quiere algún caso llamativo en España, puede comparar los de Marchena con Markina, Gijón con Xixona, Mutriku con Motril o con Madrid, Valencia con Palencia o con Pollensa, Sagunto con Sigüenza, Vic con Vigo, Vera de Almería con Bera de Bidasoa, Salamanca con Salamonde, Arganda con Artxanda, Aranda con Erandio o con Arunda, que fue la antigua Ronda. Ninguno de esos topónimos tiene un origen certificado. 

Pero es que también ignoramos por qué París, London o Madrid se llaman así. Ni siquiera sabemos la razón de que Atenas o Roma tengan esos nombres; tuvimos que apelar a una diosa y a dos hermanillos para justificarlos.

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