miércoles, 29 de junio de 2016
RETRATO.
¿Y el pueblo?, se preguntarán. El pensador o el historiador que emplea esta palabra sin ironía se desacredita. El pueblo se sabe ya a qué está destinado: a sufrir los acontecimientos y las fantasías de los gobernantes, prestándose a designios que lo invalidan y lo abruman.
Cualquier experiencia política, por avanzada que sea, se desarrolla a su expensas, se dirige contra él: el pueblo lleva el estigma de la esclavitud por decreto divino o diabólico. Es inútil apiadarse de él: su causa no tiene apelación. Naciones e imperios se forman por su complacencia en las iniquidades de las que es objeto. No hay jefe de Estado ni conquistador que no lo desprecie, pero acepta este desprecio y vive de él.
Si el pueblo dejara de ser endeble o víctima, si flaqueara ante su destino, la sociedad se desvanecería , y con ella la Historia.
No seamos demasiado optimistas: nada en el pueblo permite considerar una eventualidad tan hermosa. Tal como es, representa una invitación al despotismo. Soporta sus pruebas, a veces las solicita, y sólo se rebela contra ellas para ir hacia otras nuevas, más atroces que las anteriores. Siendo la revolución su único lujo, se precipita hacia ella, no tanto para obtener algunos beneficios o mejorar su suerte, como para adquirir también su derecho a la insolencia, ventaja que le consuela de sus decepciones habituales, pero que pierde tan pronto como son abolidos los privilegios del desorden.
Como ningún régimen le asegura su salvación, el pueblo se amolda a todos y a ninguno. Y desde el Diluvio hasta el Juicio Final, a lo único a que puede aspirar es a cumplir honestamente con su misión de vencido.
E. Cioran. Historia y utopia.
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