Esos seres se rigen por la posesión y el miedo. Se aferran a
la materia, y su estatus mental, su apego, es transferido –intelectual y
emocionalmente- a nuestras mentes en forma de miedo. Esos pensamientos que
creemos propios nos piensan, anulando la Conciencia. Ellos
ven únicamente lo que desean ver, simplificando la visión de la realidad a los
niveles del maligno Ojo Único de la saga de Tolkien. Ellos son los que empujan
al hombre a actuar sin sentimientos empáticos que eviten crear sufrimiento. Son
los padres del unilateralismo que modifica la realidad sin la consideración de
los otros. Ellos monitorean nuestros procesos mentales para que no osemos generar
indóciles pensamientos que pongan en duda la legitimidad de su esperpéntica
realidad de cartón piedra.
De ese modo, su simplicidad se hace nuestra simplicidad.
Ellos no son reflexión; nosotros debemos serlo. Y saben que en algún momento su
propia conducta acabará por aniquilarlos, porque son antinaturales (en términos
de evolución cósmica). Del mismo modo, el ser humano no tiene otro camino que
la evolución, a menos que desee enfrentar la única consecuencia previsible del
estancamiento en que vive: extinción.
Ese miedo suyo a la aniquilación es transferido a nosotros
con matices adaptados a nuestra idiosincrasia, haciéndonos sentir pánico ante
los cambios. No será nuestra oposición la que
les haya puesto realmente nerviosos sino el tiempo que -posiblemente- viene
fijado por un reloj universal, no terrestre; un reloj que marca un final para
la involución en que está empantanada la Tierra.
Tavo Jiménez de Armas.
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