viernes, 18 de mayo de 2018

SERMONCILLO.


Es evidente –y cantidad de gente desde hace por lo menos un siglo o siglo y medio lo está diciendo– que desde que se inventaron las máquinas no hace falta trabajar. 
No hay ninguna necesidad verdadera de trabajar; pero con el progreso, con su decantado progreso, ¿ha disminuido, en algo, en los países más desarrollados, en las capas más altas y privilegiadas, ha disminuido la sumisión al Trabajo? Al contrario, ha aumentado. Ha aumentado en las capas más bajas, porque cualquier trabajador u oficinista normal, que vive en un suburbio de Barcelona o de Madrid, además de tener que trabajar las siete u ocho horas que trabajaban sus antepasados, tiene que trabajar otras cinco o seis horas conduciendo un chisme o sometiéndose a medios de comunicación imposibles. De forma que su jornada se convierte en una jornada de doce o quince horas. 
Ni en las capas más privilegiadas ha disminuido la sumisión al Trabajo, porque el señorito, el hijo del burgués de hace cien años, por lo menos se suponía que no daba golpe y que disfrutaba de la vida, pero ¿quién coños va a pensar eso hoy de cualquier hijo de ejecutivo ni ejecutivo, si todos están condenados, más o menos, a la misma especie de mierda? Si tienen que estar dedicados a comprar, lo mismo que todos, y si les corresponde comprar un yate, pues a comprar un yate, y como lo ha comprado, a tener que usarlo. Y si les toca comprarse siete autos para la familia, pues a comprarse siete autos y después, como los han comprado, a tener que usarlos. Es decir, igual que el último de la cola, más o menos, en sustancia: igual que el último de la cola. Ni Dios disfruta de la vida. Ni en lo más alto, ni aun yendo por el camino del Estado.

Porque vamos, ya me diréis cual es la vida de un político, de esos políticos que hacen la política que aquí no hacemos (porque aquí estamos justamente haciendo la política que no hacen los políticos que hacen la política esa). Imaginaros cuál es la vida de uno de esos políticos: tan esclava como la del trabajador del suburbio madrileño que tiene que emplear cinco horas de trasporte. No es casi nada; es la esclavitud, la de la burocracia, en todos sus niveles, en una demotecnocracia avanzada. Trabajan mucho más que sus abuelos, por supuesto. Sus abuelos, aquéllos a los que se llamaba burgueses y que, efectivamente, tenían también sus ocupaciones, pero que por lo menos a la gente del pueblo le parecía, mirando para arriba, que eran unos verdaderos privilegiados, que por lo menos ellos disfrutaban de la vida.

Reducción, por tanto, de una mitad de la vida a un tiempo de trabajo para nada, un tiempo de trabajo que efectivamente está creando sus propias necesidades de trabajar, completamente en el vacío, ya desde hace mucho tiempo. Ninguno de vosotros ignoráis –y a lo mejor muchos de vosotros estáis empleados en ello más o menos– que una de las industrias esenciales de la de– motecnocracia es la de la creación de necesidades, la de la creación de nuevas necesidades. No tengo que enumeraros las diferentes oficinas en las que esto se produce, esa producción de necesidades. Sin ella, sin esa oficina, sin la oficina creadora de nuevas necesidades, de renovación de necesidades, no habría demotecnocracia.


Agustín García Calvo.


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