viernes, 20 de enero de 2012
PACHITA.
...Pachita se quedó un momento pensativa y,repentinamente,levantó el brazo con la mano extendida diciendo al mismo tiempo: "Pues...en el nombre de Dios".
Todavía hoy,cuando recuerdo la escena después de tantos años,me invade una cierta emoción. Yo estaba mirando la mano en alto de Pachita,totalmente ignorante de lo que iba a suceder,cuando, repentinamente,vi aparecer entre sus dedos un pedazo de carne rojiza.Ella ni lo miró; sencillamente lo tiró en el gran hueco que le había abierto al enfermo en la parte inferior de la espalda.No se tomó ni la molestia de colocarlo.Yo sentí el "clac" de la carne al caer en su hueco.Inmediatamente después,se cruzó de brazos (que era la señal de que había terminado con un paciente), y dijo una vez más la consabida palabra: "Otro".
Salvador Freixedo.
De pie, a su lado, yo la vi hundir el dedo casi por completo en el ojo de un ciego... La veía “cambiar el corazón” a un paciente, al que parecía abrirle el pecho con las manos, haciendo correr la sangre... Pachita me obligaba a meter la mano en la herida, yo palpaba la carne desgarrada y retiraba los dedos ensangrentados. De un tarro de vidrio que tenía al lado, le pasaba un corazón llegado no se sabía de dónde -del depósito o del hospital-, que ella procedía a “implantar” en el cuerpo del enfermo de forma mágica: nada más colocado sobre el pecho, el corazón desaparecía bruscamente, como aspirado por el cuerpo del paciente. Este fenómeno de “aspiración” era común a todos sus “implantes”: Pachita tomaba un trozo de intestino, lo colocaba sobre el “operado” y en ese mismo instante desaparecía en su interior. La vi abrir una cabeza y meter las manos. Podía sentir el olor de los huesos chamuscados, oía ruido de líquido... La operación no estaba exenta de violencia y constituía un espectáculo bastante crudo, a la mexicana, pero, al mismo tiempo, Pachita mostraba una dulzura extraordinaria.
Alejandro Jodorowsky.
Durante más de diez años me he dedicado a investigar algunos aspectos de la fisiología cerebral y aunque me considero bastante revolucionario entre mis colegas, jamás me imaginé, ni podría haber aceptado, que una parte del cerebro pudiera trasplantarse de un ser humano a otro. Jamás lo hubiera aceptado de no haberlo visto, pero el caso es que lo vi y eso me trastornó tan profundamente que a partir de ese momento, todas mis concepciones psicofisiológicas cambiaron.
La niña era un “vegetal” que no se movía ni hablaba ni controlaba sus esfínteres. En esa operación, y en cuatro subsecuentes, Pachita cortó el cuero cabelludo con el cuchillo de monte y después abrió el hueso del cráneo usando un pedazo de sierra de plomero.
A continuación, Pachita hizo aparecer una sección de corteza humana, tomó un pedazo en sus manos, le lanzó su aliento y le ordenó que viviera: “¡vive!, ¡vive!”, le gritaba.
Con la ayuda del cuchillo, introdujo el pedazo de corteza en el cráneo de la niña y con una serie de movimientos extraños, lo dejó depositado allí. Por fin, la herida se cerró después de que yo fui invitado a colocar mis manos encima de la misma. A eso se le llamaba saturar. La niña fue vendada y devuelta a sus padres.
La operación se realizó sin anestesia, sin asepsia y considerando su magnitud y seriedad, lo que se podía haber esperado como mínima reacción era una meningitis fulminante. En lugar de ello, la niña se presentó a los 15 días para una nueva operación, sin infecciones, sin haberse muerto de shock postoperatorio y con algún síntoma de mejoría. De hecho, después de cuatro operaciones similares a la descrita, yo vi a esa niña empezar a tener movimientos voluntarios, balbucear vocablos, quejarse del dolor y molestias y sonreír, ¡sí! ¡sonreír!
Jacobo Grinberg.
“A mí me lleva la chingada con esa gente que viene a curiosear como si esto fuera un circo. Un día vinieron esos, ¿cómo se llaman?, ¡ah sí!, esos de control mental a investigarme. Me llevaron a una casa en la que había rayas de todos colores. Rojas, azules, verdes y negras. Un señor Silva me dijo que yo estaba en la negra. Hágame el favor, ese cabrón me quería nada más para meterme en lo negro. Luego me dijeron que buscara un enfermo con mi mente. Yo qué iba a buscar ni qué carajos. ¿Para qué? Luego otros me llevaron a la zona del silencio en Torreón para que les dijera lo que había allá. Puro pinche desierto y yo allí en medio. Encontré una tortuga y me la traje... Dicen que se paran los relojes y que no se oye el radio pero, ¿para qué sirve eso?, nada más buscan por buscar sin saber y por más que encuentran no se quedan satisfechos. ¡Si yo les contara todo lo que me han llevado a hacer! Un día me dijo un amigo que le ayudara a buscar no sé qué madres, en un terreno. Fui allí y me lo encontré lleno de excavaciones, me dijeron que les reportara lo que sentía y yo me quedé tal cual. Aquí sí que se trabaja, pero yo de eso sé menos que nadie. Yo nada más me voy y viene el hermano y ni me entero... Y luego vienen a invitarme a dar conferencias y yo ¿qué les voy a decir? ¡Se imaginan a esta pendeja hablando en una conferencia! A mí me gustan las buenas obras, las que de veras ayudan...”.
Pachita.
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