domingo, 15 de abril de 2012

EXTRACTOS.


Pero, por Dios, ¿qué es esto? ¿Cómo denominar a esta desgracia? ¿Cuál es este vicio, este vicio horrible, por el que un número infinito de hombres no sólo obeceden, sino que sirven, no sólo son gobernados, sino tiranizados, de forma que no les pertenecen ni sus bienes, ni sus parientes, ni sus hijos ni su vida misma? Se les ve sufrir las rapiñas, las arbitrariedades y las crueldades que les son inflingidas, no por un ejército ni por una bárbara bandería frente a los que cada uno debería defender su sangre y su vida, ¡sino por un solo hombre! No un Hércules o un Sansón, sino un hombrecillo que frecuentemente es el más ruin y pusilánime de la nación, que nunca ha olido el polvo de las batallas ni apenas pisado la arena de los torneos. Un hombrecito que no sólo carece de actitudes para dirigir a los hombres, sino incluso para satisfacer a cualquier pequeña mujer.


¿Y cómo calificar el estado de cosas en el que no cien ni mil hombres, sino cien países, mil ciudades o un millón de hombres renuncian a asaltar a aquel que les trata como siervos y esclavos? ¿Es cobardía? Pero todos los vicios tienen límites que no pueden sobrepasar. Dos hombres, incluso diez, pueden temer a uno; pero que mil o un millón de hombres, o mil ciudades, no se defiendan contra un solo hombre, eso no es cobardía, pues ésta no llega hasta tal punto, de la misma forma que el coraje no exige que un solo hombre escale una fortaleza, ataque a un ejército o conquiste un reino. ¿Qué vicio monstruoso es, pues, éste, que ni siquiera merece el título de cobardía, que no encuentra nombre lo bastante sucio y al que la naturaleza condena y al que la lengua no quiere nombrar?...


La primera razón por la que los hombres sirven voluntariamente es que nacen siervos y son educados como siervos. De esa razón se deriva otra: bajo los tiranos, las personas se hacen rápidamente cobardes y pusilánimes. Agradezco al gran Hipócrates, padre de la medicina, haberlo resaltado tan claramente en su libro Las enfermedades. Era un hombre de buen corazón, y lo demostró cuando el rey de Persia quiso atraerle hacia él con grandes ofrendas y presentes. Hipócrates le respondió francamente, diciéndole que violaría su conciencia dedicarse a curar a los bárbaros que querían matar a los griegos y el servir con su arte a aquel que quería someter su país a la servidumbre. La carta que le escribió figura aún junto a sus otras obras, y siempre dará testimonio de su coraje y nobleza.


Con la libertad se pierde también la bravura. Las gentes sometidas carecen de ardor y de combatividad en la lucha, a la que van aturdidos y aletargados, asumiendo sin ganas una obligación. No bulle en su corazón ese ardor de la libertad que hace despreciar el peligro y anima a ganar, junto a los compañeros, el honor y la gloria, incluso al precio de una bella muerte. Entre los hombres libres, ocurre todo lo contrario, cada uno para todos y para sí mismo. Saben que todos recogeran partes igual del mal de la derrota o del bien de la victoria. Pero las personas sometidas, carentes de coraje y vivacidad, llevan bajeza y flojedad en el corazón, lo que les hace incapaces de cualquier gran acción. Los tiranos lo saben muy bien y hacen todo lo posible para apoltronarles aún más.



No creáis que ningún pájaro cae con mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo como esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina. Es realmente sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les dé coba. Los teatros, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos, las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía. Ese sistema, esa práctica, esos reclamos eran concebidos por los antiguos tiranos para embrutecer a sus súbditos y fortalecer el yugo. Los pueblos embrutecidos, entregados a esos pasatiempos y distraídos por un efímero placer que los deslumbraba, se acostumbraban así a servir tan neciamente como a leer aprenden los niños pequeños con las imágenes iluminadas.


En verdad, el tirano nunca ama ni es amado. La amistad es una palabra sagrada, algo santo. Sólo existe entre personas de bien. Nace de una mutua estima y se mantiene mucho más por la honestidad que por las ventajas obtenidas con ella. Un amigo está seguro de otro porque conoce su integridad y tiene como garantía su buen natural, su lealtad, su constancia. Donde hay crueldad, deslealtad e injusticia no puede haber amistad. Si se juntan los malvados, lo que se forma es un complot, no una sociedad. No se aman, pero se temen. No son amigos, sino cómplices.


El discurso de la servidumbre voluntaria.Etienne de La Boétie.(1576)

No hay comentarios:

Publicar un comentario