Personalmente creo que todas las formas de violencia, pasivas o
activas, concretas o sutiles, se generan a partir de la falta de
maternaje, es decir, a partir de la falta en la calidad de atención, calidez, amor, abrazos, altruismo, generosidad, paciencia, comprensión,
leche, cuerpo, mirada y sostén.... recibidos –o no- desde el nacimiento
y durante toda la infancia.
Desde el punto de vista del bebé, toda experiencia sin suficiente
apoyo y sostén, es violenta. Porque actúa en detrimento de las
necesidades básicas. Sencillamente, un bebé pequeñito llega al mundo sin ninguna autonomía.
Adquiere la capacidad de desplazarse por sus propios medios
alrededor de los nueves meses, gracias al gateo. Y necesita alrededor
de dos años para tener conciencia de su ser separado. Luego
precisará varios años para que pueda salir solo a la selva urbana.
Necesita del adulto para sobrevivir. Por supuesto que requiere que se
le procure alimento, higiene, calma y silencio para dormir. También
sabemos que el niño necesita contención, calor, cercanía de otro
cuerpo, leche, mirada, palabras y sobre todo alguien que haga de
mediador entre él y el mundo externo. Si no recibe una calidad de
atención acorde con sus necesidades básicas, esa falta la vive como
violenta. Es la violencia del desamparo.
La realidad es que la mayoría de los bebés llegan al mundo sin una
mamá o persona maternante capaces de sostener y fundirse en la inmensa
necesidad de ser sostenidos y acariciados en forma permanente. En la
actualidad, los bebes no reciben incondicionalmente lo que piden,
porque siempre hay un adulto cerca para no estar de acuerdo y para
tener una opinión al respecto. Generalmente se trata de las mismas madres amorosas que entramos en
contradicción con nuestros propios pensamientos.
El asunto es que no
es un período para pensar. Es un período para entrar en fusión
emocional. No hay que buscar razones, ni elegir concienzudamente la
mejor opción. No hay reglas a seguir ni consejos aplicables. En estos
casos los niños quedan prisioneros de lógicas incomprensibles,
alejados de los brazos de sus madres y solos.
Los bebés unánimemente explican una y otra vez a través de sus
interminables y prístinos llantos, dónde está su lugar. El bebé que no
está en contacto con el cuerpo de su madre, experimenta un inhóspito
universo vacío que lo va alejando de su anhelo de bienestar que traía
consigo desde el período en que vivía dentro del vientre amoroso de su
madre. El bebé recién nacido no está preparado para un salto a la
nada: a una cuna sin movimiento, sin olor, sin sonido, sin sensación
de vida. Esta violenta separación de la díada causa más sufrimientos
de lo que podemos imaginar y establece un sin sentido en el vínculo
madre-niño. Cuando las expectativas naturales que traía el pequeño son
traicionadas, aparece el desencanto, junto al miedo de ser nuevamente
herido. Y después de muchas experiencias similares, brota algo tan
doloroso para el alma como es el enojo, el miedo y la resignación.
Cuando ese ser tan pequeñito no se siente valioso ni bienvenido, se
convertirá necesariamente en un ser humano sin confianza, sin
espontaneidad y sin arraigo emocional. Todos los bebés son valiosos,
pero sólo pueden saberlo por el modo en que son tratados. En los
países “desarrollados”, las madres compramos libros con indicaciones
sobre cómo atender a nuestros hijos, sobre cómo dejarlos llorar hasta
que se duerman y cómo abandonarlos en el vacío emocional sin siquiera
tocarlos. Las madres jóvenes desconfiamos de nuestra capacidad innata
de criar a nuestros hijos, y desoímos los “motivos” que tienen los
bebés para transmitir señales que son inconfundiblemente claras.
La noche en particular puede ser terrorífica para los niños al no
percibir ningún movimiento. El “tiempo” aparece como un hecho doloroso
y desgarrador si la madre no acude, a diferencia de las vivencias
dentro del útero donde toda necesidad era satisfecha instantáneamente.
Ahora la espera, duele. De hecho, los niños lloran hasta dormirse. Al
despertar, finalmente encuentran confort en brazos de sus madres. Pero
ya no confían, están atentos y se aferran con vigor a los pechos
calientes. Los muerden, los lastiman. Tienen miedo. Y así, una y otra
vez hasta que abandonan. El miedo los acompañará siempre, incluso en
esos momentos en que están reconfortados. Porque saben que el silencio
volverá en cualquier momento a devorarlos. Nunca más dejarán de estar
alertas. No cuentan con nadie y el mundo es hostil.
Cuando nuestros hijos lloran o reclaman “más de lo normal”, creemos
que se han constituido en enemigos que las madres debemos vencer. La
idea básica alrededor de esta moda estima que satisfacer las
necesidades de un bebé o niño pequeño los convierte en “malcriados”,
aunque paradójicamente, obtenemos una y otra vez el resultado opuesto
al esperado. De hecho, los bebés siguen siendo “demandantes”, se
enferman, se accidentan y nos traen muchos dolores de cabeza.
Cuando van creciendo, la psique se organiza adquiriendo
ciertos mecanismos de supervivencia, para sufrir lo menos posible.
Algunos de esos mecanismos son visibles, como los niños que pegan o
muerden para sentirse valiosos; otros son invisibles, como los niños
que suelen ser víctimas de otros niños, o los que se deprimen o pasan
desapercibidos, o bien los que se enferman con demasiada frecuencia,
logrando de ese modo obtener la mirada y la atención que siempre
necesitaron.
En la medida en que no estemos dispuestos a atender y satisfacer las
necesidades naturales y legítimas de los niños pequeños, estamos
induciendo a perpetuar las dinámicas violentas. Porque un niño no
satisfecho, es un niño que insistirá por diferentes medios conquistar
lo que necesitó genuinamente. Así crecerá, se convertirá en
adolescente, en joven y en adulto: como un ser necesitado. Entonces
golpeará a otros, robará, manipulará situaciones, se convertirá en
víctima de otros, luchará por obtener lo que creerá imprescindible
para su supervivencia emocional. Aunque habrá olvidado lo que siempre
quiso pero no podrá conseguir, por más fuerte y poderoso que devenga:
no podrá obtener más mamá.
Todas las formas de violencia que tanto nos preocupan, tienen un común
denominador: la necesidad primaria no satisfecha. Cuando algo vital
para la supervivencia emocional, no lo podemos incorporar, nos
desesperamos. Y la desesperación por vivir, nos obliga a buscar modos
de apropiarnos de lo que sea. Puede ser el deseo del otro, el cuerpo
del otro, el prestigio del otro, o lo que sea que la conciencia
perciba como alimento espiritual.
Por eso, si reconocemos nuestras propias limitaciones afectivas,
nuestras incapacidades para reconocer el deseo del niño que es
diferente al nuestro (y justamente por eso no lo toleramos); veremos
que la dedicación, el altruismo y el tiempo de dedicación exclusiva
hacia los niños pequeños, constituye la verdadera prevención contra
todo tipo de violencias.
Los niños sostenidos, acariciados y respetados están en paz consigo
mismos. No necesitan luchar por un territorio emocional, porque les
sobra. No hay guerra interna o externa para librar. No les incumben
las peleas. Los niños amparados y fusionados saben que obtendrán lo
que necesitan. Esa es la experiencia cotidiana que repiten a cada
instante y que conforman una rutina sin sobresaltos. Así se establece
la seguridad interior y posiblemente ya no se mueva nunca más de las
entrañas de esos seres. Sentirse seguros, amados, tenidos en cuenta,
estables y con total confianza en ellos mismos y en los demás...será
obviamente el tesoro más preciado para el despliegue de sus vidas.
Laura Gutman
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