Podría pensarse que la esclavitud es una
práctica superada y abolida en este punto de la historia. Los esclavos,
podríamos pensar, son personas que solo en el pasado fueron forzadas a
trabajar sin un salario digno a cambio, en condiciones indignas y aun en
contra de su propia integridad, tratados como una subespecie e incluso
como si pertenecieran a un estrato inferior que no mereciera mayores
consideraciones.
Esto, sin embargo, no es cosa del
pasado. Por el sistema económico en el que vivimos —y para cual, según
el mismo sistema nos hace creer, no hay alternativas— la esclavitud es
una realidad “laboral” persistente, sobre todo en lugares donde el
imperio del capital se sobrepone al de la ley, donde la vida humana —su
cuerpo, su energía— se incorpora a una cadena de producción de la que es
otro elemento más, tan importante o tan trivial como el objeto
manufacturado o la materia prima empleada.
De acuerdo con datos que ofrece Cameron
Conaway en el sitio Alternet, actualmente hay más esclavos que en
ninguna otra época de la historia: alrededor de 27 millones en todo el
mundo. Una realidad lamentable pero, podría pensarse en un inicio,
contradictoria.
En efecto: la apabullante cifra tiene que ver, en buena
medida, con la cantidad de población que hay en el planeta. Pero esta es
una falacia si pensamos que la esclavitud debería ser una realidad
inadmisible en este punto de la historia, una de las prácticas que en el
proyecto de la modernidad, que al menos en la letra decía privilegiar
el progreso y la consecución de un estado de bienestar colectivo e
igualitario, desaparecería por sí solo.
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