A continuación presentamos 10
experimentos que desbordaron todas las previsiones planteadas,
demostrando de algún modo que la mente es, como querían los antiguos
griegos, el juguete predilecto de potencias que se manifiestan solo
cuando el precario dominio que ejercemos sobre ella afloja por un
instante la rienda.
El experimento de la prisión de Stanford.
En 1971, Philip Zimbardo, psicólogo en
la universidad de Stanford, convocó a un grupo de estudiantes para
estudiar la manera en que se asumen ciertos roles —y, secretamente, para
explorar la noción del mal en el alma humana. Simulando una cárcel,
algunos tomaron el papel de guardias y otros el de prisioneros, aunque
sin avisarles previamente. Una mañana kafkiana los primeros fueron a los
hogares de los segundos y los arrestaron, llevándolos a celdas donde
los vigilaban y incluso más que eso: pasados algunos días, el poder
obtenido súbitamente trastornó tanto a los guardias que pronto
incurrieron en prácticas sádicas como la tortura.
Apenas 6 días después
de iniciado, Zimbardo se vio forzado a suspender el experimento.
Wendell Johnson y los huérfanos tartamudos.
Tomando como sujetos de experimento a 22
niños huérfanos, 10 de ellos tartamudos, Wendell Johnson, de la
universidad de Iowa, los dividió en dos grupos que recibieron, cada uno
por su cuenta, terapia del lenguaje, solo que el primero con un
terapista que reconocía sus progresos y el otro con uno que castigaba
sus errores. Con el tiempo, los niños pertenecientes a este último grupo
mostraron serias afectaciones en su salud mental e incluso algunos
desarrollaron trastornos que antes no tenían. Todo esto sucedió durante
seis meses 1939.
En 2007, seis de los niños del grupo “negativo”
recibieron una compensación de casi 1 millón de dólares por el daño
causado por el experimento.
MK-ULTRA.
El célebre proyecto MK-ULTRA de la CIA,
que tenía como propósito fundamental explorar la noción y las
aplicaciones del control mental, fue durante la década de los 50 y los
60 un semillero de individuos desequilibrados cuyas vidas terminaron
destruidas por esta ambición de reducir a una persona —y eventualmente a
cientos o miles— a un objeto sin voluntad propia.
Elefantes en LSD.
El LSD, una de las drogas favoritas de
la experimentación en la década de los 60 y los 70, enigmática en sus
efectos sobre la mente, conoció también una prueba en que fue
administrada a un elefante por Warren Thomas, director del Lincoln Park
Zoo situado en Oklahoma. Su prueba, sin embargo, aportó poco o nada al
conocimiento científico, pues el animal que recibió la dosis murió a los
poco instantes entre convulsiones y estremecimientos.
El experimento de Milgram.
Antecedente directo de Zimbardo, Stanley
Milgram estaba obsesionado con el concepto de autoridad y la manera en
que cualquiera lo asume casi sin reflexionar, apegándose inmediatamente a
los mandatos de otro solo porque, digamos, este viste una bata (y
entonces suponemos que es un médico) o se encuentra en una jerarquía
social superior (categoría que, cuando se le mira de cerca, también
parece bastante endeble). En particular Milgram no entendía el asunto
del Holocausto, el hecho de que una persona perdiera toda piedad,
compasión y demás emociones humanas y, aparentemente como si realizara
una acción mecánica, matara a decenas o cientos de personas.
El experimento de Milgram consistió en
pedir a una persona que hiciera preguntas a otra, a quien cada respuesta
equivocada le costaba un choque eléctrico cuya intensidad aumentaba a
la par de los errores, todo esto supervisado por un hombre con la
aparente autoridad de un científico que conocía las razones del
experimento.
Lo que no sabía la primera persona es
que su contraparte era un actor que fingía el dolor sentido por las
descargas eléctricas, mismas que en realidad no existían.
Para sorpresa de Milgram, había personas
que siguiendo las órdenes del supervisor seguían aplicando los choques a
pesar de que el hombre se retorcía de dolor y suplicaba que su agonía
cesara.
Esquizofrénicos que dejaron de tomar sus medicinas.
En los ochentas, un grupo de psicólogos
de la Universidad de California diseñó un experimento para saber cómo
mejorar el tratamiento de la esquizofrenia, teniendo como fase
fundamental que pacientes con esta enfermedad suspendieran los
medicamentos que acostumbraban consumir para mantenerla a raya. La
medida fue contraproducente y casi todos vieron exacerbados sus
síntomas. Incluso uno, Tony LaMadrid, saltó desde la azotea de un
edificio seis años después de haber formado parte del estudio.
El pozo de la desesperanza.
Como inspirado en una ficción de Poe o
algún otro maestro del terror, el psicólogo Harry Harlow buscó arrancar
su secreto al amor aislando monos en un aparato que denominó “el pozo de
la desesperación”, una cámara vacía en la que el animal se encontraba
privado de todo estímulo y socialización. ¿Los efectos? Ninguno otro más
que la locura, manifestándose en comportamientos como que algunos
animales comenzaron a comerse a sí mismos.
La Tercera Ola.
La Tercera Ola (The Third Wave) fue el
nombre que recibió un experimento a un tiempo psicológico y político, en
el que se pretendió comprender cómo una sociedad democrática podría
virar hacia el fascismo y el autoritarismo. Entre un grupo de
estudiantes adolescentes se creó una especie de “clase privilegiada” u
orden en la que eran admitidos solo unos cuantos. Y si bien, de inicio,
esta circunstancia motivó a todos a esforzarse por pertenecer a dicha
élite, con el tiempo sus miembros desarrollaron prácticas como la
marginación y la discriminación de quienes no gozaban de dicho
privilegio, comportamientos que incluso fueron llevados más allá del
salón de clases.
Bastaron cuatro días para que el experimento, ante la
evidente falta de control, se diera por concluido.
Terapia de aversión a la homosexualidad.
Si toda enfermedad tiene su cura y la
homosexualidad es una enfermedad, entonces esta puede curarse. Víctimas
de tan falsa e insostenible lógica, muchas personas en la década de los
60 asistieron a terapias que prometían curarlas de su orientación sexual
y devolverlas a la “normalidad”. Técnicas entre las que destacó la
“terapia de aversión”: al mismo tiempo que una persona era expuesta a
imágenes homosexuales, se le daban electroshocks e inyecciones que
provocaban náuseas y vómito.
David Reimer.
Con tan solo 8 meses de edad, en 1966,
David Reimer perdió su pene a causa de una circunsición mal realizada.
John Money, psicólogo, sugirió entonces a sus padres que la mejor
alternativa para el futuro desarrollo del pequeño David era una cirugía
de cambio de sexo. Money, sin embargo, tenía intereses propios en el
asunto y, sin comunicárselo a los padre, utilizó al recién nacido para
probar que la identidad de género no era innata, sino una consecuencia
de la educación y la interacción social.
David se transformó en Brenda y
aunque sus genitales tenían la apariencia de una vagina y desde siempre
recibió suplementos hormonales, actuó como un niño durante toda su
infancia. Esto provocó que la familia se separara.
A los 14 Brenda supo
la verdad, y tomó la decisión de volver a ser David, nombre con el cual
se dio muerte a los 38 años.
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