Lewis Mumford, a mediados del siglo pasado, se refería al hombre de “hoy” como un ser humano tan “libre” que carece de toda autonomía, externalizado y desconectado de sus valores y de sus objetivos históricos.
Un tropel de individuos que ha entregado su integridad a cambio de un orden limitado del que se han ido desubicando las emociones, los sentimientos, la creatividad y el acervo espiritual, lo que ha dado como resultado un mundo neurótico en el que, para salir victorioso de su utilización de las máquinas, el hombre ha tenido que convertirse él mismo en una máquina subsidiaria. Un lugar despistado de las letras y el arte, devaluados en publicidad, y tristemente poblado por “emprendedores”.
Una de las reflexiones más lúgubres de entre las que Mumford vierte en su obra se refiere a la solución al problema de la mecanización rampante, que, como en todo problema, radicaría en la comprensión de su naturaleza. La misión es imposible para el hombre moderno, ya un siervo fanático adiestrado desde su nacimiento, cegado ante sus propios logros y sometido a una idea abstracta de avance y progreso que le impide imaginar siquiera las múltiples alternativas posibles de que en algún momento previo al extravío pudo disponer.
El problema, por tanto, es que no podemos recordar el problema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario