El investigador español Manuel Audije sustenta la tesis de que el fenómeno de la conquista de América es inexplicable bajo la consideración de las restringidas posibilidades del invasor español, frente al potencial de los imperios asentados al otro lado del gran mar.
Resultaba incomprensible —argumenta— que imperios como el azteca, de gentes acostumbradas a privaciones y luchas por la subsistencia durante cientos de años, sucumbieran ante el empuje de un puñado de hombres, aunque éstos contasen con aquellos monstruos de cuatro patas que corrían como el viento.
Pero es que alguien, desde lo alto, estaba apostando una vez más por la expansión de quienes portaban el signo de la cruz.
Fray Junípero Serra fundó en la sierra de Santa Lucía, a unos cien kilómetros de Monterrey, una de sus misiones cristianas. Para dicha fundación, los misioneros contaron con una curiosa ayuda: la de una anciana indígena, bautizada más tarde y que recibió el nombre de Agueda, que se presentó a los sorprendidos misioneros pidiéndoles que le administrasen el sacramento del bautismo.
Preguntada acerca de las razones que la impulsaban a esta decisión, la futura Agueda comenzó a relatar esta fantástica historia:
Cuando ella era aún niña, oyó referir a sus padres que en cierta ocasión habían llegado a aquella tierra dos hombres blancos cuyas vestiduras, por la descripción que de las mismas le habían hecho sus padres, eran similares a las de los religiosos que acababan de llegar. Además, lo que dijeron aquellos dos hombres se parecía a lo que predicaban los nuevos frailes. Solamente había entre ellos una diferencia: los dos hombre que habían llegado por lo menos cien años antes que Fray Junípero, no lo habían hecho a pie, ni a caballo, sino que llegaron volando: cayeron de arriba, de las alturas. Se establecieron en el poblado y permanecieron allí por algún tiempo.
No dando crédito a sus oídos, los frailes recabaron cuanta información pudieron entre los demás componentes de aquel grupo de indígenas. Lo cual les llevó a verificar que aquel suceso permanecía vivo en la memoria de aquel pueblo como parte de su legado histórico.
El establecimiento por parte de los habitantes del poblado de una posible conexión entre los recién llegados misioneros y los dos hombres que según referencias de sus antepasados habían llegado volando, y cuya memoria fue revitalizada gracias al relato de la anciana Agueda, constituyó un factor decisivo para que todos los integrantes de aquella comunidad indígena solicitaran recibir el bautismo.
Más adelante, Fray Junípero volvería a ser testigo de otro episodio que nos lleva a pensar que hubo una preparación previa del terreno para cuando llegara el momento oportuno.
Resulta que el día 6 de agosto de 1772, un reducido grupo mixto integrado por Fray Pedro Cambón, Fray Angel Somera y diez soldados, bajo las órdenes de Fray Junípero Serra, llegaba al río de los Temblores, después de caminar 40 leguas al norte desde la ciudad de San Diego, en la California septentrional. Una vez elegido el sitio adecuado para erigir la cruz que presidiese aquel lugar, y en el preciso instante en que se disponían a clavarla en el suelo, un considerable número de indígenas manifestó su presencia profiriendo gritos y amenazas. La situación se estaba poniendo fea para el reducido número de cristianos, cuando uno de los misioneros tuvo una idea que les salvaría la vida. En esta ocasión, su fe movió montañas (o lo que es lo mismo, redujo a corderos a los fieros nativos).
Al fraile se le ocurrió sacar del escaso equipaje que llevaban un cuadro de la Virgen de los Dolores, y exponerlo a la vista del enemigo. El resultado fue absolutamente sorprendente: los gritos y los gestos amenazadores cesaron bruscamente. En silencio, aquel grupo de nativos fue acercándose al sitiado grupo de hombres de armas y cruz. Uno a uno, los indígenas se inclinaron, en muestra evidente de respeto y sumisión, al tiempo que fueron depositando junto al cuadro todos cuantos objetos de valor adornaban sus cuerpos, amén de sus armas, arcos y flechas que momentos antes empuñaban amenazadoramente.
¿Qué significaba para aquellos indios la visión de esta Virgen? No lo sabemos. Pero todo parece indicar que reaccionaron a un estímulo previamente inducido a la vista de una imagen similar.
Ciertamente se prodigaron en tierras americanas las ayudas extrahumanas a quienes portaban el signo de la cruz.
Así, también Pedro de Cieza de León escribe en el siglo XVI, en el capítulo CXVII de La crónica del Perú, que el clérigo Marcos Otazo, vecino de Valladolid, le narró la siguiente vivencia:
«Estando yo en este pueblo de Lampaz, un jueves de la Cena vino a mí un muchacho mío que en la iglesia dormía, muy espantado, rogando me levantase y fuese a baptizar a un cacique que en la iglesia estaba hincado de rodillas delante de las imágenes, muy temeroso y espantado; el cual estando la noche pasada, que fue miércoles de Tinieblas, metido en una guaca, que es donde ellos adoran, decía haber visto a un hombre vestido de blanco, el cual le dijo que qué hacía allí con aquella estatua de piedra. Que se fuese luego, y viniese para mí a se volver cristiano.
Y cuando fue de día yo me levanté y recé mis horas, y no creyendo que era así, me llegué a la iglesia para decir misa, y lo hallé de la misma manera, hincado de rodillas. Y como me vio se echó a mis pies rogándome mucho le volviese cristiano, a lo cual le respondí que sí haría, y dije misa, la cual oyeron algunos cristianos que allí estaban; y dicha, lo bapticé, y salió con mucha alegría, dando voces, diciendo que él era cristiano, y no malo, como los indios."
"Muchos indios se volvieron cristianos por las persuasiones deste nuevo convertido. Contaba que el hombre que vio estando en la guaca o templo del diablo era blanco y muy hermoso, y que sus ropas asimismo eran resplandecientes.»
Fueron solamente algunos ejemplos.
Dado que los relatos que nos refieren los cronistas de la conquista de América difieren poco o nada, en algunos casos, de otros testimonios similares recogidos en todas las épocas y en muchos lugares del planeta por otros historiadores, creo que cabe poca duda acerca de la observación de que alguien está encauzando desde siempre, sin preguntárnoslo, nuestro destino.
Andreas Faber-Kaiser. La conquista programada.
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